"Al principio, allí incomunicado, me sentía muy solo y las horas se hacían eternas. El tiempo estaba marcado por el cambio de guardia y por el paso del día a la noche. El día no era más que un poco de luz, pero era mejor que la total oscuridad nocturna. Allí incomunicado, el día era un residuo, una miserable filtración del resplandeciente mundo exterior.
Nunca había suficiente luz para leer. Y además, no había nada que leer. Uno sólo podía permanecer tumbado y pensar. Yo era un condenado a cadena perpetua, y parecía seguro que, de no ocurrir un milagro, por ejemplo que lograra inventar de la nada diecisiete kilos de dinamita, pasaría el resto de mi vida sumido en aquel oscuro silencio.
Mi cama era una delgada superficie de paja podrida extendida sobre el suelo de la celda. Me cubría con una manta raída y asquerosa. No había silla, ni mesa, sólo la paja y la delgada manta. Yo siempre había sido un hombre muy poco dormilón y de mente continuamente activa. Allí incomunicado, uno acaba harto de sus propio pensamientos y la única vía de escape es el sueño. Durante muchos años había dormido una media de cinco horas diarias. Allí eduqué mi sueño. Hice de él una ciencia. Conseguí ser capaz de dormir diez horas, después doce y, finalmente, casi trece y quince horas de las veinticuatro diarias. Pero de ahí no logré pasar, y estaba forzado a permanecer despierto y a pensar. Y esto, en un hombre de mente continuamente activa, produce locura.
Inventé pasatiempos para soportar mecánicamente las horas de vigilia. Elevé al cuadrado y al cubo largas series de números y, ejercitando la concentración y la voluntad, llevé a cabo progresiones geométricas asombrosas. Incluso dediqué algún tiempo a la cuadratura del círculo...hasta que me encontré a mí mismo empezando a creer que podría lograrlo. Cuando me di cuenta de que también aquello me conducía a la locura, renuncié para siempre a la cuadratura del círculo, aunque le aseguro que supuso un enorme sacrificio por mi parte, pues era un pasatiempo espléndido.
Con los ojos cerrados, imaginaba tableros de ajedrez y jugaba largas partidas de uno y otro lado hasta el jaque mate. Pero cuando me había convertido en un experto en este juego de memoria visual, el ejercicio terminó aburriéndome. Y de un simple ejercicio se trataba, pues no podía haber competición real cuando era un solo hombre quie jugaba en ambos bandos. En vano intenté desdoblar mi personalidad y enfrentar la una a la otra, pero seguía siendo un solo jugador y no había manera de desplegar ninguna estrategia sin que el otro bando se diera cuenta al instante.
Brassaï
El tiempo era pesado e interminable. Jugaba con las moscas, con moscas de la prisión que entraban en mi celda como entraba la débil luz grisácea, y al poco me di cuenta de que tenían cierta habilidad para los juegos. Por ejemplo, tumbado sobre el suelo de la celda, establecía una línea arbitraria e imaginaria a lo largo del muro, a unos tres pies de altura. Si al posarse las moscas en el muro lo hacían por encima de la línea, las dejaba en paz. Pero en el momento en que traspasaban la línea, intentaba atraparlas. Ponía mucho cuidado en no lastimarlas, y con el tiempo aprendieron por dónde corría la línea imaginaria. Si querían jugar se dejaban caer por debajo de la línea, y a menudo una de ellas se enfrascaba en el juego durante horas. Cuando se cansaban, se pasaban a la zona segura a descansar.
De las doce o más moscas que vivían conmigo, sólo había una que nunca se interesó en el juego. Se negaba a tomar parte en él, y una vez que aprendió dónde estaba la línea, evitaba cuidadosamente alejarse de la zona segura. Aquella mosca era una criatura hosca y malhumorada. Como dicen los presos, “tenía algo contra el resto del mundo”. Tampoco jugaba con las demás moscas. Además, era una mosca fuerte y saludable; lo sé porque la estuve estudiando con detenimiento. Su rechazo hacia el juego era temperamental, no físico.
Créame, conocía a todas mis moscas. Me sorprendía la cantidad de diferencias que observaba entre ellas. Sí, cada una era un individuo diferente, tanto por su tamaño y rasgos, su fuerza, la velocidad de su vuelo, su actitud en la lucha y el juego, su astucia y rapidez, como por los giros o los regates súbitos, el modo en que atravesaban la línea de peligro y volvían rápidamente a la zona segura, la forma de esquivarme y desaparecer para aparecer de nuevo repentinamente... Y encontraba otras tantas diferencias en cada recoveco de su temperamento y su forma de ser. Conocía a las nerviosas y a las flemáticas. Había una, más pequeña que las demás, que solía enfurecerse muchísimo, a veces conmigo y otras veces con sus compañeras. ¿Ha visto alguna vez a un potro o a un becerro cocear y salir corriendo por los pastos, movido simplemente por un exceso de vitalidad y alegría? Pues bien, había una mosca, la más entusiasta jugadora de todas ellas, que cuando atravesaba tres o cuatro veces la línea de peligro y lograba eludir la cuidadosa acometida de mi mano, se emocionaba y se alegraba tanto que se lanzaba alrededor de mi cabeza sin parar, a una velocidad vertiginosa, girando y cambiando de sentido, permaneciendo siempre dentro de los estrechos límites del círculo con el que celebraba su triunfo.
Y, por supuesto, podía adivinar con cierta antelación cuándo una de aquellas moscas estaba decidiéndose a empezar a jugar. Aprendí a distinguir cientos de detalles con los que no le aburriré ahora, aunque entonces, durante aquellos primeros días en la celda de castigo, sirvieran para evitar que cayera en el más absoluto aburrimiento. Pero permítame contarle un episodio. Uno de los momentos más memorables fue cuando la mosca huraña, la que nunca jugaba, apareció, seguramente por descuido, dentro de la zona prohibida, y al instante la atrapé con la mano. Estuvo enfadada durante una hora."
"El vagabundo de las estrellas" - Jack London, 1915
Brasai sin ausencias. Abrazo de sábado empezando mientras te leo....
ResponderEliminarBuena entrada para despertarme del sueño, de todo
ResponderEliminarTienes razón Adriana, Brassai es único para transmitir sensaciones. Un beso dominguero :)
ResponderEliminarGracias Fran, tú siempre tan amable y oportuno. Un beso grande.