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martes, 1 de mayo de 2012

Branquias vistos desde el pulmón.




La bicicleta superaba las tres de la madrugada mientras ella pensaba en el cansancio. La palabra era una ola tosca y estúpida que iba cogiendo revoluciones con cada vuelta que daban las ruedas de su bici. A las tres de la madrugada no hay ciudad: los carteles están perfectamente cuadriculados, se ven encajados en el paisaje y a falta de personas todo parece en orden. De ahí que ella se sentía fuera de lugar, hasta el suave ruido que hacía la goma de frenos al rozarse con los neumáticos producía un estruendo casi agotador.
   Hacía un cuarto de hora que algo se había roto, mejor dicho, desenganchado. La fiable maquinaria de la depresión estaba cediendo. Ya no había a qué agarrarse ni por qué llorar. Es curioso hasta qué punto pueden salvarnos las depresiones: roen la parte del cerebro que más desea rebelarse y morir y por eso sobrevivimos. Obviamente a las tres de la madrugada, con el camión de la basura entonando su queja nocturna ella no podía pensar en todo eso, sólo pensaba en que quedaba un colgajo, una pieza que nadaba en libertad por todo su cuerpo y ya no había forma de pararla.
   Al frenar en un semáforo por un momento se imaginó qué ocurriría si ese mismo camión de la basura que se había parado en el Stop a unos cincuenta metros de ella decidiera arrancar. Pensó en la bici doblada y en el crujido.
    Al llegar a casa la esperaba la misma cama pequeña que tenía la manía de ir resbalándose hacia delante cada vez que ella se sentaba en ella apoyada en el cabecero para leer o comer; y un programa de tarot en la tele en el que un señor argentino con las manos temblorosas acababa de recibir una llamada de un hombre de cincuenta y pico años preocupado porque tenía los testículos de diferente tamaño. El presentador hizo un gesto de tijera con la mano y el hombre desapareció al otro lado del teléfono. La noche acababa de empezar.

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